
Llegamos a octavo, un salón improvisado con los ventiladores
rozando nuestras cabezas a causa del traspaso de todos los cursos al turno
mañana, o algo así. Era el año de los cambios obligados por "una medida de
arriba" de compañeros de banco, de las agarradas de mechas entre mis
compañeras, de las amenazas del tipo "yo me cambio de este colegio careta
a uno más piola" y de la revolución de hormonas, en los pibes más que
nada, que le miraban por debajo de la pollera a las chicas con un espejito en
el pie. Pero lo que más recuerdo de ese año horrible son las clases del nuevo,
para nosotros, profe de música, Sebastián Monk. Hasta ese momento el
único "profe piola" que habíamos tenido era el de plástica, un
grande; la tenía tan clara que nos adelantaba lo que íbamos a vivir
en esa clara edad del pavo,
tal es así que un día nos empezó a caer mal. Era la edad de odiar a los
adultos. Después de un tiempo lo entendí a Juan Carlos, el de plástica, y
me enamoré, pero esa es otra historia.
El nuevo profe de música nos daba ópera. Al principio,
cuando nos hacía solo escuchar las diferentes arias en silencio,
nos tentábamos de la risa de pendejos boludos que eramos. Después, ya
eramos 30 fans más de la música clásica. Y no jodo. Las pruebas nos salían
solas, aunque siempre había uno que otro que no daba bola ni aunque estuviese
el mismísimo Verdi dando clase. A esos pibes Monk les pedía, haciéndose el
desinteresado, que le nombraran un cd, los pibes le nombraban uno de Green Day y él explicaba: "Boulevard of
broken dreams sería el aria, American idiot (a la que pronunciaba aidiot), la ópera a la que
corresponde", y los pibes se hacían los boludos pero quedaban fascinados.
Yo al profe Monk lo veía como a un chabón grande en todos
los sentidos; tenía marcas en la cara que nunca supe si eran huellas de la vida
o cicatrices de algún sarampión; su altura le daba una ternura inexplicable
que, muy a pesar de sus raras camisas noventosas, lo rejuvenecía. Por lo menos
dos de mis compañeras estaban enamoradas de él. Yo estaba enamorada de sus
clases, que incluían dibujos de tipitos hechos con palitos para narrar
historias de ópera ambientadas al 2000 al mejor estilo Romeo y Julieta por Leo
Di Caprio en NYC, de sus "1, 2, 3, ooh" antes de dar play a un audio
y de su talento para hacernos llorar de la risa, después comprobable en sus
diferentes shows en vivo. A fin de ese año el profe se fue a Alemania, para
nosotros, un país que solo figuraba en libros y en sus anécdotas. Cuando volvió
estaba agrandadísimo -esto sería gracioso si lo conocieran; el chabón medía un
metro cincuenta- nos dijo que, a pesar de su ausencia de un mes, veníamos bien
con la materia. No sé a qué iba con esto pero me acordé que una amiga, mitad en
broma y mitad verdad, decía que se iba a llevar la materia a propósito para
tener más clases con él en diciembre. Posta.
Finalmente llegó noveno, nuestra utopía más allá de toda esa
boludes de viaje a Córdoba, buzos y bandera de egresados. Ese año el profe Monk
nos iba a dar la historia del rock. Pero nos cagó y dejó la enseñanza para
meterse de lleno con su banda. Nos pusieron de suplente a Pablo, un pobre pibe
que padecía cada día de su vida desde que entraba hasta que salía de nuestra
aula. Pablo era un pseudo hippie fan de Árbol que se creía que teníamos cinco
años. Era un boludo que nos hacía cantar Sumo mientras nosotros queríamos
escuchar acerca de Elvis Presley. En realidad, hiciera lo que hiciera lo ibamos
a odiar. Queríamos a Monk, sabíamos que nos estábamos perdiendo a un
especialista en talk shows al frente del curso. ¡Pobre Pablo!, no
merecía que mis compañeros le hicieran mierda las ollas que había traído de su casa
para que improvisáramos sonidos nuevos.
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Invitaciones a los shows del profe Monk y publicidades de sus discos. |
Uno de los discos que tomamos prestados para siempre con mi amiga. Nadie nos vio. Ella tiene La flauta mágica. Ninguna salió perdiendo. Ojalá la directora no lea esto.
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